jueves, 30 de diciembre de 2021

Deconstruir el aula

 Enseñar matemática es importante. Que los niños y las niñas sepan decir lo que les pasa es urgente.

¿Cuánto más importante, en la era de la híper información y del acceso a lo que pareciera un mundo infinito a través de una pantalla, puede resultar multiplicar a tener el espacio y las herramientas para poner en palabras las emociones y lo que nos está sucediendo en la vida? ¿Qué rol pasa a tener la escuela en una era en la que constantemente corremos el riesgo de que la tecnología nos siga separando de la posibilidad de poner los ojos y el cuerpo más en experimentar la vida que en una pantalla?

La escuela no puede seguir siendo la misma que hace más de un siglo. Ni pedagógica, ni estructural ni emocionalmente. No puede. No debe.

“Profe, necesito contarte algo que me está pasando. ¿Podemos salir afuera un ratito?”.

Cuando la palabra circula, la participación aumenta. Y si el hecho participativo crece le estamos poniendo un freno a un individualismo exacerbado que crece a diario en la sociedad. ¿No es acaso la escuela el lugar de resistencia y de vanguardia ante un sistema que nos separa más de lo que nos une? Bueno, vengan, hagamos una ronda, decidamos, escuchémonos.

El hecho colectivo.

Tal vez la estigmatizante híper actividad no sea un mal síntoma sino un indicador de que la escuela necesita otros horizontes. ¿Tanto tiempo sentades? ¿Y cuándo descubrimos? ¿Cuándo experimentamos? ¿Cuándo jugamos? ¿Cuánto jugamos? ¿Cuándo conocemos nuestro cuerpo? ¿Y si probamos con ensuciarnos más? ¿Por qué tenemos que llegar con la ropa limpia a casa?

No podemos pasar por esta vida solo para respirar. Y parte de vivir es preguntarnos cosas. Por eso me pregunto. Por eso le traslado las preguntas a mis compañeres. Por eso para deconstruir el aula es necesario preguntar, preguntar y preguntar. No siempre hay respuestas. Pero donde haya pensamiento colectivo y deseo de transformación, allí habrá senderos que se iluminen para transitar.

¡Qué tarea del carajo la docencia! Altas dosis de amor, enormes dotes de sensibilidad y un abrazo a mano. No creo en las fórmulas mágicas. Sí en una realidad que vivimos todos los días. Y esto, sin amor ni sensibilidad ni abrazos, es inviable.

Este fue un ciclo lectivo para reconfirmar al juego como herramienta infinita. ¿Saben lo que se siente que una persona de esas que llamamos “metidas para adentro” no pare de sonreír mientras juega? El hecho lúdico como pedagogía permanente. Para un contenido, para romper barreras, para conocernos, para conocer nuestro cuerpo, para poder expresarnos, para escuchar lo que se expresa, para conocer.

“Lo que se olvida se repite”.

Aprendí que el aula te exige estar alerta todo el tiempo. A las miradas, a las sonrisas, a los ojos caídos. A quién participa y quién no. Al hermoso desafío de saber qué motiva a cada une. “Profe, el año que viene queremos seguir con la ronda de lectores y lectoras”. Porque mientras hay discursos que establecen que los pibes y las pibas no leen, puedo responderles que las ganas están, la curiosidad es alta y la inquietud es permanente.

La actividad más humana del mundo. O –mejor- la que requiere una humanidad infinita.

Fue confirmar que aprendemos a la par. Que les docentes aprendemos tanto o más que lo que aprenden les alumnes. Sin ida y vuelta, la actividad se vuelva sumamente difícil. ¡Qué hermosa sensación la de construir juntes un significado, un contenido, un concepto!

El aula como hecho e intercambio cultural. María Elena Walsh y su mundo infinito. Gustavo Roldán y su “correr mundo”. Los pueblos originarios. La Wiphala. León Gieco. La Negra Sosa. El juego de la silla cooperativo. “Somos un equipo”. No somos les mismes que en febrero. Creo que un poquito mejores.