*Nota escrita por Jorge Valdano cuya publicación se hizo el sábado en la revista Récord, de México. Como no se digitaliza, acá va el texto del ex futbolista. Es que vale la pena cada reflexión en tiempos de apuro.
Probablemente fue Alfredo Di
Stéfano quien dejó en el Real Madrid esa admiración hacia los jugadores que se
entregan hasta el límite. Llevaba el número “9” en la espalda, pero se sentía
con derecho a invadir todas las zonas del campo. Alfredo se cansó de hacer
goles espectaculares, pero quienes lo rememoran parece que se han puesto de
acuerdo en repetir la siguiente frase: “salvaba un gol en su arco y en la
jugada siguiente marcaba un gol en el arco contrario”. Fue el primero de esa
estirpe. Un revolucionario que marcó una pauta de conducta que siguieron otros
ídolos del club. El último fue Raúl, un jugador de una inteligencia superior,
pero que levantaba a los hinchas de sus asientos cuando se ponía a correr a
todo lo que se movía, arrastrando hacia el esfuerzo al equipo entero. Son raros
los jugadores técnicos y pausados que hayan sido indiscutibles en el Madrid: se
me caen del recuerdo los nombres de Butragueño y Zidane. También Guti, aunque
con menos regularidad. No muchos más.
Entre esos antecedentes y la
entronización que los hinchas y los periodistas han hecho de la “actitud” y la
“intensidad”, los jugadores contemplativos (por pensantes) han caído en
desgracia. No
siempre fue así. En mis tiempos correr mucho era casi un deshonor. Cuando me
tocó debutar en Newell`s compartí delantera con el “Mono” Oberti, muy técnico,
ya veterano, algo gordito y goleador. En uno de los primeros partidos le
entregué una pelota levemente imprecisa que él no hizo ningún esfuerzo por
alcanzar. La dejó pasar con desprecio y me dijo algo que nunca olvidé: “Nene, la pelota al pie; si no,
dedícate a otra cosa”. No parece, pero esas humillaciones enseñan mucho.
Algún tiempo después entrené
a Romario, un talento descomunal alérgico al sacrificio. Prefería pagar dos
millones de dólares de multa antes que dar una vuelta a la cancha, y cuando
hacíamos juegos de posesión (lo clásico: dar veinte pases seguidos se cuenta
como un gol) se aburría como un caracol (y corría, también, lo que un caracol).
Ahora sí, cuando el juego incorporaba una portería, en los últimos veinte
metros del campo no vi nunca algo igual. Era imaginativo, hábil, veloz en
distancias cortas, preciso… Casi infalible ante el portero. Metía goles de
todos los colores. En ocasiones, su pasividad era tan elocuente que daban ganas
de matarlo, pero yo no podía más que admirar su valentía. Aunque el mundo se
viniera abajo, él solo corría detrás de los balones peligrosos, esos que si un
jugador como él los alcanza, se convierten en medio gol. Cero demagogia, se
pusiera como se pusiera la ansiosa hinchada. De ahí mi admiración.
Así llegamos a Benzema, que
en estos días lleva el número “9” de Alfredo Di Stéfano en el Real Madrid.
Cuando digo “en estos días” me refiero a estos tiempos en los que la tendencia
pide sacrificio (“huevos” en lenguaje futbolero). Cuando digo “Real Madrid” me
refiero a ese componente cultural que hace que los hinchas se entreguen al
jugador que demuestre con esfuerzo su lealtad al escudo. Pero Benzema, que
juega mejor que nadie, no responde a ese ideal que antepone la testosterona al
talento. Es un nueve y medio, en ocasiones casi un diez si nos atenemos a ese
estilo que parece disfrutar más de un buen pase que de un buen gol. Es el clásico
jugador al que le perjudica el número que lleva en la espalda. Con lo fácil que
es en estos tiempos ponerse el “18” o el “73”. El “9” pide un goleador. Y si es
rabioso, mejor.
La hinchada está feliz porque
en los primeros cinco partidos de esta temporada Karim Benzema lleva cinco
goles, algunos de ellos fáciles y hasta feos, como los que marcó en Bilbao esta
misma semana, pero que demuestran su “voracidad”, su “hambre”, su
“agresividad”; en definitiva, todo lo que Benzema no es. Porque no estamos ante
un goleador sino ante un gran jugador que marca goles. Todo lo contrario que
Cristiano Ronaldo, que coloca la obsesión y la ambición goleadora por encima de
cualquier otra cosa. Mientras Cristiano busca el arco, Benzema devuelve una
pared; elimina a un rival, hace un movimiento inteligente para que un compañero
encuentre espacios; frena para quitarle vértigo a un equipo que, con Bale y
Cristiano, a veces se pasa de velocidad… En fin, juega. En el momento en que el
número de goles no sea coherente con el número que lleva en la espalda, volverá
a ser discutido. Porque el pueblo está mucho más pendiente de sus errores que de esa
capacidad para hacer mejores a sus compañeros.
En el fútbol todo es
opinable. Sin embargo, sufro cuando hay que defender lo obvio. Porque Benzema
tiene grandes admiradores (entre los que me cuento) y grandes detractores, y
eso nos pone ante discusiones interminables. Fue puesto muchas veces en duda
desde su llegada, pero como todos los grandes que he conocido, no negocia su
estilo ni a palos. Juega como el hombre tranquilo que es. A su llegada al
Madrid era un joven relajado de apenas veinte años que no había salido de su
país, de su ciudad, de su club. Admiraba a Ronaldo (el gordo) y aunque parecía,
como su ídolo, pasar de todo, tenía el triunfo entre ceja y ceja. Hay gente que
amaga hasta en su forma de vida: parece una cosa y es otra. Tropezó con el
idioma más tiempo del aconsejable, pero a pesar de las lógicas dificultades de
adaptación social, en la cancha siempre respondió con un juego lúcido que tenía
la virtud de clarificar todas las jugadas de ataque en las que participaba.
Cuando llegó al club Mourinho, uno de esos entrenadores que aman a los Diego
Costa muy por delante de los Benzema, le llamó “Gatito”. Sabemos que los gatos
son de la familia de los felinos, como el león, el tigre o la pantera, pero Mou
no iba por ahí. Los “gatitos” son domésticos, pacíficos e inofensivos. La cosa
es así: si Benzema no metía goles, Mourinho tenía razón, es un “gatito”; y si
Benzema marcaba goles, es porque Mourinho lo ayudó a espabilar llamándole
“gatito”. Hay gente que siempre tiene razón.
Pero Benzema, en su sexta
temporada en el Real Madrid, sigue vivito y coleando haciendo honor a las siete
vidas que el lugar común le concede a los gatos. Adaptado socialmente,
chapurreando el castellano, pasando por encima de las dudas generales, habiendo
superado las humillaciones gatunas y marcando goles sin olvidarse de jugar
divinamente al fútbol. Pero como también los cracks deben dejar constancia de
que su talento es práctico, debo decir que han sido los números (goles que
valieron puntos) y no su juego inteligente y sutil, el que le ha procurado el
reconocimiento de estos días.
Karim Benzema seguirá
haciendo goles y nunca parecerán suficientes porque tiene al lado a un animal
goleador insaciable que lleva las estadísticas hasta un lugar inalcanzable.
Nadie en la historia del club, en un tramo de más de cinco años, ha sido capaz
de marcar más goles que partidos jugados. Gloria a Ronaldo. Pero también gloria
a Benzema, acompañante generoso que alimenta a ese animal con sus movimientos y
sus pases medidos. Recordándonos que los jugadores no solo son grandes por lo
que dicen los números, sino porque conocen todas las reglas de asociación que
pide este juego al que estamos simplificando hasta límites inconcebibles. Hasta
tal punto que la inteligencia colectiva, a la que tanto contribuyen los
jugadores como Benzema, hay que explicarla como si se tratara de una
excentricidad. Qué cruz.