Solo pusimos dos condiciones para jugar:
la primera, que había que mojarse la cabeza a cada rato; la segunda, que los
equipos los armábamos entre todos. Es que claro, estábamos rondando el
mediodía, el sol quemaba como esos corazones que se reflejaban en esas sonrisas
contagiosas y maravillosas, alrededor de 30 grados y con las montañas de fondo
que nos iluminaban no la vista sino la vida.
Si cerramos los ojos y no imaginamos
algo mejor es porque sabemos que, siempre, hay un otro. Una otra. Un alguien
más allá de nuestro ombligo. Y por eso escuchamos. Y por eso los prejuicios hay
que dejarlos de lado. Y por eso levantamos la bandera de revolucionar todo. Si
se transita ese camino es porque la sensibilidad juega un papel fundamental. La
sensibilidad, eso. La sensibilidad es el gran atajo para ver esta vida
demasiado mal diseñada como algo transformador.
No sé qué ni quiénes ni quién carajo va
a tomar alguna vez, desde los lugares de poder, la decisión de que así las
cosas no van. Lo que sí sé es que esperar quietos y quietas no es una opción.
Que la indiferencia no es una opción. Porque no podemos permitirnos ser indiferentes,
por ejemplo, a Thiaguito, a quien el Estado “no puede” garantizarle los
medicamentos necesarios –con un costo de 4 mil pesos por mes- para tratar su
retraso madurativo. A quien el Estado DECIDE no otorgarle el certificado de
discapacidad porque eso conlleva beneficios para él como viajar gratis. Váyanse
a la mierda.
4 mil pesos. 4 mil pesos. ¿Qué son 4 mil
pesos? Nada (O para Thiago, mucho). Ahí un tema: ¿qué somos para el Estado?
¿Quiénes somos para los y las que toman decisiones?

El mismo Thiago que ahí lo vemos,
sonriendo. Sonriendo después de jugar y correr. De sentir que era parte de
algo. De sonreír porque eso es jugar, compartir. Sintiéndose, tal vez en ese
momento, libre y uno más. Como cualquiera de los que jugamos ese partido. Perdón,
la seguimos luego. Es momento de ir a mojarnos la cabeza.