¿Cómo se hace para vivir con una sonrisa? ¿Será esa edad de
fantasía? ¿Es que con tan solo 9 años nos está enseñando que la verdadera
felicidad pasa por el compartir y el sentir y el querer y pensar en el de al
lado? ¿Cómo una personita puede estar tan activa, durante todo un día, insistiendo
para jugar y mostrarse? ¿Será que nos recuerda, repito, con tan solo 9 años,
que en la era de las tecnologías y las cabezas gachas es mejor mirarte a los
ojos en vez de estar conectado a una pantalla inútilmente? Ahí está Alejandro,
el gran personaje de Malimán.
De ojos altones y una sonrisa que no le cabe en la cara, “El
Ale” no conoce de timideces ni vergüenzas. Pareciera que vive más allá de lo
que suceda a su alrededor. Jamás se prohíbe un comentario, una opinión o una
acotación. Es el centro. El que no paró de vacilar la última noche, entre
bailes y revoleo de manos, con anteojos y ante cada canción y su movimiento
contagioso. Porque no solo él reía, sino que nos contagiaba.
“A”, “GU”, “GA”. Una y otra vez -y otra vez también- hasta
que por fin conectó letras para formar “AGUA”. La seño Susana había escrito esa
palabra en el pizarrón. Y Ale, quien figura estar en segundo grado pero recibe
una enseñanza como para un alumno de primero, tardó en descifrarla. Los chicos
llevan consigo problemas socio-afectivos que se traducen en trabas a la hora de
desarrollarse cognitivamente para aprender como se desea. No es que no pueden,
sí. Solo bastaba con que se lea un comunicado a la mañana o un cuento en el
aula para que este gran pequeño fuese el primero en participar y explicar lo
leído. Una capacidad de atención e interpretación asombrosa.
Como para replantearse dónde buscar soluciones a los
problemas.
Ale fue el del respeto. El que se quedó hasta el final de la
actividad en la que se les enseñó y contó El Principito, esa brillante obra
para cualquier edad y momento. El que, con apenas unas horas de habernos
conocido, preguntó si tenía “noción”. Quería oler bien antes de ir a cenar. Después,
claro, no hacía falta que me volviera a pedir. Sabía que él estaba mirándome
detrás, con esos ojos altones que se volvían más grandes aún, esperando que le
ofrezca.
“¿Están bien?”, me preguntó el martes de esa semana en la
que compartimos no solo espacio sino hasta charlas que fueron más allá de las
barreras que nos imponen. Se refería a las zapatillas. Uno aún no había
despegado los ojos. Pero él ya estaba ahí, enchufado a mil y advirtiéndonos que
su presencia era sinónimo de demanda. No de esas demandas del mercado, sino
humana, de cercanía, de demostrarle cariño. De que se sienta un niño. Un niño.
Y repetimos “un niño”. Y pensamos: ¿cuántos niños se sentirán realmente niños
en un sistema que los trata como objetos y meros consumistas?
No hacía falta que se terminara de poner la red de vóley
para exigir que lo suban a caballito y así estar alto. Y claro: disfrutaba cada
pelota. Se quedó con una regla, de esas modernas que se doblan como si fueran
de goma. Quedamos en que no era para él, sino para que la usen todos. Su
recepción fue una mirada fija y un apretón de manos. No tengo dudas de que
ahora la deben estar usando todos.
Para el año que viene les daremos revancha en el juego de la
silla.