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viernes, 13 de enero de 2017

Jugar

Una de las aristas que se desprenden al hablar de la dinámica es la forma de llevar a cabo algo, lo activo que se está para emprender alguna actividad o momento o viaje. Entonces, cuando nos referimos a Malimán, es insoslayable que la dinámica es la del juego. Jugar.


Jugar rompe barreras.

Jugar todo el tiempo, de eso se trata. Y no precisamente jugar para pasar el tiempo, sino pasar el tiempo jugando. Es levantarse y que Ale te tire, como si nada, “¿hoy vamos a volver a jugar?”. O que Eri, en medio de una charla, pare y te pregunte “¿sabés jugar a…?”. Y que Néstor, casi como una piedra, no sonría salvo hasta que se comenzaba un partido de ping pong. O, también, cuando las chicas te pedían bailar o te desafiaban. El baile tiene que ver con lo lúdico.

Es que los ratos valen más cuando se juega. No se trata solo de moverse un rato: en el juego hay una combinación de creatividad, imaginación, contextos y risas que son insuperables. Es apreciar y entender que hay un otro, que se puede perder, que hay que aprender a caer para crecer. Que ir en equipo es mejor que ir solo. O, al menos, Juntos a la par.

Jugar y Malimán van de la mano, son como dos amigos inseparables que están todo el tiempo conectados. Se necesitan mutuamente. Es olvidarse por muchos ratos de esas realidades difíciles, de esas violencias que opacan sus creatividades y no permiten florecer esas sonrisas que valen y dicen mucho.

Jugar es no olvidarse nunca de que jamás dejamos de ser niños.

¿Será que los alumnos en las aulas se aburren cada vez más porque se juega cada vez menos? ¿Será que el futbolista, dentro de su profesionalidad, se ha olvidado de disfrutar porque ya no está eso de “vamos a jugar a la pelota” y si ir a trabajar? Pensar, reflexionar sobre la palabra jugar. Es inclusión, es que el tiempo pase pero en realidad no, es compartir, es amistad. Amistad. Eso. ¿Cuántos amigos nos hicimos por jugar? ¿Cuántos por permanecer a un mismo club?

Me permito un paréntesis. Permítanmelo: Ale, mirá la foto, ni Jesús nos pudo alcanzar esa tarde en el juego de la silla. Este año, te lo aseguro, les damos revancha. Mis hombros extrañan enormemente tus “dale Luca, subime”.


Malimán, ese pueblito casi perdido entre montañas y la Precordillera, es entender que el juego es sinónimo de risa. Porque hay que ver sonreír a esos chicos. Pff. Hace falta reír más para sobreponernos a muchas cuestiones. Y muchas veces no encontramos excusas más que el juego para que los labios se expandan y los cachetes se inflen. Es que, claro, estamos jugando.

martes, 10 de enero de 2017

El instante, el tema y la piel de gallina


No sabíamos qué canción tocaba este año (2016). Nos reunimos. Es que en y durante las reuniones -o asambleas, como quieran llamarlas- decidíamos cada paso a dar y seguir. Hubo una comunión de grupo enorme. No es casualidad que post viaje casi que no haya habido fin de semana en el que no nos hayamos visto.

Se eligió Juntos a la par, de Pappo (cómo extrañamos a Pappo). ¿Cuántas veces nos ponemos a reflexionar verdaderamente sobre las letras de las canciones? ¿Existe ese instante? "Nada como ir juntos a la par". Pff. ¿Habrá instancia para reconocer la profundidad de esas siete palabras seguidas y combinadas unas tras otra? Creo que no. O creo que sí. Bah, no sé. Allí hay algo de sueños.

Ir a la par. Con un/a otro/a. "Y caminos desandar". "Y caminos desandar". "Y caminos desandar". Sí, tres veces. Porque desandar los caminos es atreverse. Ir e intentarlo. Fallar y regresar para jamás dejar de perseguir ese sueño. Lo instalado está en nuestra cotidianidad. Queda en nosotros desandar esos caminos prejuiciados.

Pero volvamos a eso de los sueños. ¿A cuántos de nosotros se nos han pasado por la cabeza vaya uno a saber cuántos deseos o anhelos o sueños o ganas mientras cantábamos, recitábamos, practicábamos Juntos a la par? Va adjunto un video, recuerdo de ese primer día en el que nos juntamos y juntos, claro, dimos a conocer el tema para ensayarlo. Había que ver esas caras.

"Anoche se me puso la piel de gallina mientras cantábamos", nos dijimos al otro día al reunirnos. No faltaron infinidad de "sí, a mí también". Y esos momentos no fueron planificados ni premeditados. Se dieron. Una muestra más de que en esta vida lo más lindo está lejos de aquello en lo que ya se sabe que va a pasar. Pasó en Malimán, un miércoles perdido de octubre. ¿Perdido? No, lleno de sensaciones y emociones. De sentir. De vivir.

martes, 22 de noviembre de 2016

La regla, la sonrisa y las enseñanzas

¿Cómo se hace para vivir con una sonrisa? ¿Será esa edad de fantasía? ¿Es que con tan solo 9 años nos está enseñando que la verdadera felicidad pasa por el compartir y el sentir y el querer y pensar en el de al lado? ¿Cómo una personita puede estar tan activa, durante todo un día, insistiendo para jugar y mostrarse? ¿Será que nos recuerda, repito, con tan solo 9 años, que en la era de las tecnologías y las cabezas gachas es mejor mirarte a los ojos en vez de estar conectado a una pantalla inútilmente? Ahí está Alejandro, el gran personaje de Malimán.

De ojos altones y una sonrisa que no le cabe en la cara, “El Ale” no conoce de timideces ni vergüenzas. Pareciera que vive más allá de lo que suceda a su alrededor. Jamás se prohíbe un comentario, una opinión o una acotación. Es el centro. El que no paró de vacilar la última noche, entre bailes y revoleo de manos, con anteojos y ante cada canción y su movimiento contagioso. Porque no solo él reía, sino que nos contagiaba.

“A”, “GU”, “GA”. Una y otra vez -y otra vez también- hasta que por fin conectó letras para formar “AGUA”. La seño Susana había escrito esa palabra en el pizarrón. Y Ale, quien figura estar en segundo grado pero recibe una enseñanza como para un alumno de primero, tardó en descifrarla. Los chicos llevan consigo problemas socio-afectivos que se traducen en trabas a la hora de desarrollarse cognitivamente para aprender como se desea. No es que no pueden, sí. Solo bastaba con que se lea un comunicado a la mañana o un cuento en el aula para que este gran pequeño fuese el primero en participar y explicar lo leído. Una capacidad de atención e interpretación asombrosa.

Como para replantearse dónde buscar soluciones a los problemas.

Ale fue el del respeto. El que se quedó hasta el final de la actividad en la que se les enseñó y contó El Principito, esa brillante obra para cualquier edad y momento. El que, con apenas unas horas de habernos conocido, preguntó si tenía “noción”. Quería oler bien antes de ir a cenar. Después, claro, no hacía falta que me volviera a pedir. Sabía que él estaba mirándome detrás, con esos ojos altones que se volvían más grandes aún, esperando que le ofrezca.

“¿Están bien?”, me preguntó el martes de esa semana en la que compartimos no solo espacio sino hasta charlas que fueron más allá de las barreras que nos imponen. Se refería a las zapatillas. Uno aún no había despegado los ojos. Pero él ya estaba ahí, enchufado a mil y advirtiéndonos que su presencia era sinónimo de demanda. No de esas demandas del mercado, sino humana, de cercanía, de demostrarle cariño. De que se sienta un niño. Un niño. Y repetimos “un niño”. Y pensamos: ¿cuántos niños se sentirán realmente niños en un sistema que los trata como objetos y meros consumistas?

No hacía falta que se terminara de poner la red de vóley para exigir que lo suban a caballito y así estar alto. Y claro: disfrutaba cada pelota. Se quedó con una regla, de esas modernas que se doblan como si fueran de goma. Quedamos en que no era para él, sino para que la usen todos. Su recepción fue una mirada fija y un apretón de manos. No tengo dudas de que ahora la deben estar usando todos.


Para el año que viene les daremos revancha en el juego de la silla.